Otra Nochebuena que ha pasado,
otra Navidad
que ya se marcha,
cargada de
promesas hechas al viento
quizás con muy
engoladas las palabras.
Los conclaves
familiares que se acaban,
en mesas bien
repletas de manjares,
y esas sillas
vacías en las mesas
que encogen el corazón
y constriñen el alma.
Esas sillas vacías
que delatan ausencias
quizás no
asumidas muy añoradas.
Ausencias que
llenan de pena y de dolor
nuestros corazones y nuestras almas.
Comienza el
ritual de cada año
levantando las
copas bien colmadas,
encogiendo el
corazón y las palabras.
Son estos los
momentos en los que
siempre vuelven a
nosotros,
los buenos recuerdos y se llenan
nuestros ojos
de lágrimas.
Las miradas
sobre las sillas vacías
que dejan
huecos en nuestras mesas
y desazón y
pena en nuestras almas.
Y no, no solo
de aquellos que se fueron
y nunca jamás
retornaran a casa,
también de
aquellos que partieron y sus vidas
no le permiten
volver por Navidad a casa.
Los unos y los
otros dejan en nuestros ánimos
el vacío y la
pena que llenan; de tristeza
y de
nostalgias
nuestras Navidades y nuestras casas.
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