LA CITA.
Sentía
deslizarse las horas
de aquella
triste tarde
en que lloraban
las canales,
gemía el viento
y el frío
mordía mis
carnes flácidas
bajo aquella
camisa mojada
que se pegaba a
mi cuerpo
aterido de
frío.
La tarde se me
escapaba
y sus horas ya
no estaban
en mi reloj, se
habían escurrido,
como se desliza
el agua de lluvia
por el sumidero
que recogía
la lluvia que caía incesantemente
en la estrecha calle vacía sin gente.
en la estrecha calle vacía sin gente.
Por la calle la
gente pasaba corría
con su cabeza
agachada
para protegerse
de la lluvia.
Y yo esperaba a
que tú vinieses.
Poco a poco la
calle se quedó a solas,
a solas con la
lluvia y el viento,
y los tres
ignoraron mi presencia,
yo, bajo aquel
alero que tan solo
creaba en
mi la ilusión de ser
mí protector.
El último
autobús llego a la parada
abrió sus
puertas, mas nadie bajo de él,
tal y como
ocurría cada día desde
hacía ya más de
dos años.
Poco a poco me
fui alejando
de aquel lugar
bajo una lluvia
en la que se
columpian y
resbalan jugando
las luces de
las farolas de la calle
solitaria.
Mi corazón me
decía que siguiera
esperándote,
que tú vendrás
a la cita.
Mi mente bien
sabia,
que tú jamás acudirías,
aunque yo cada día
te siguiese
esperando, tal y, como
así lo hacía.
La lluvia dejo
de caer,
la calle
adquirió un brillo a charol,
y entonces una
vez más yo comprendí.
Que donde tú marchaste;
jamás nadie, nadie va para volver.
Y yo, lloré,
lloré un día más
y mi llanto se
mezcló con la
lluvia de la
tarde que volvió a caer.
Esa tarde que
se fue, se fue para volver,
volver a su cita, cada día sin faltar.
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