SIN DARNOS CUENTA.
De nuevo, un día más,
me he sentado a contemplar
cómo pasa la vida
por delante de nosotros
y sin apenas vivirla.
Era una tarde gris
de tempranas primaveras,
de inviernos que no se marchan,
de aves que se demoran
de veranos que no llegan
con los que algunos soñamos,
de otoños melancólicos
que hace poco ya se fueran.
Mi vista en el horizonte
donde se abrazan el cielo
y su pareja la tierra.
Por él, el sol ya se esconde
tras unas nubes muy quietas
y por el cielo aún vuelan
negros cuervos en bandadas
graznando a la blanca luna
que tras el monte asomaba.
Escucho al arroyuelo que ajeno
junto a mí pasa.
Corre, corre, canta, canta
sin que nadie lo detenga
hasta que entrega sus aguas
y en él la vida se aquieta.
Ajeno el arroyuelo a la vida,
que junto con él cabalga,
la vida y el arroyuelo
no se detienen por nada,
su reloj, el de la vida
tiene siempre cuerda dada.
Un árbol solitario y desnudo
cede las cuerdas templadas
de sus desvestidas ramas
a la guitarra del viento
para que toque en ellas
su sinfonía de invierno.
La música de invierno es;
es el llanto y el lamento,
en primavera es la risa de los
niños,
en verano es sueño de juventud,
y en otoño es,
melancolía del tiempo.
Tal y como es la vida;
en el ocaso del tiempo.
Ya las estrellas rilaban
y con mi andar de paso lento,
retorné hacia mi casa
donde terminar mi invierno
que el reloj de esta vida,
siempre tiene, marcado
muy bien los tiempos.
Aquellos soles de niño,
aquellas brisas del tiempo,
aquellas flores tan lindas
que cubrían todo el suelo.
El verano con su abrazo
las maduró antes de tiempo
y se esfumaron los sueños.
El otoño las adornó
con tonos de oro viejo
y el invierno las borró
para siempre sus recuerdos.
Pasa la vida y sin darnos cuenta
nos hacemos viejos, viejos.
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